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"Mis tardes con la condesa"

Por    José Lucas Rodríguez Alcorta

El mediodía penetró a empujones por el amplio ventanal abierto de par en par y corrió a instalarse en cada rincón bajo ese cotidiano disfraz del prisma multiplicado por vitrales y mamparas. Todo parece adormilado aún bajo el bochorno de la hora y el agradable frescor de la teja que remata en lo alto. La casona queda así, con una nota colorida colgando en el paisaje mientras la tarde se proyecta en su interior a través de la amplia puerta de doble hoja, o se enreda caprichosa a la balaustrada, maderamen adentro. María, frente al espejo del pequeño tocador, envuelta entre los vaporosos pliegues de su batón de seda, con apenas un perceptible y sensual movimiento de cabeza echó a andar hacia su espalda la cascada de cabellos que, desperdigándose, cayó avasalladoramente desde sus hombros. La delicada mano hurgó en el cofrecillo colocado  sobre el mueble y extrajo el finísimo pañuelo incrustado con aquellas tres iniciales que ahora tanto  significaban para ella y aspiró como tantas otras veces el exótico aroma de la tela para luego hacerla desaparecer tras el escote.

 

Afuera el patio parece a punto de incendiarse de un momento a otro. Bajo el opresivo lenguaje de los rayos del sol, negros y bestias acarrean sin cesar la caña hacia los trapiches para luego extraer el preciado jugo que hará que el ingenio San Francisco, continúe erigiéndose como el más próspero y rico de la zona. Cada moneda venida a engrosar las arcas de la familia de Doña María de la Ascensión de la Barrera, futura condesa de Gibacoa, transpira años de sudor esclavo. Detrás han quedado las noches cuando la vida de la casa y del ingenio parecían estremecerse a cada instante. Los acompasados acordes de una pieza, las risas y voces de los  que bailan, el tintineo de las copas y jugoso olor a vinos y frutas recién servidas, han quedado como congelados en todo aquel recinto. María observa el enorme espacio ahora vacío que con el recuerdo parece que se echa encima. Cierra los ojos y vuelve a escuchar la música y se deja llevar suavemente por el ritmo que le impone el silencio a aquella danza que ahora resulta eterna. Regresa el olor del jazmín en las noches y la picuala que sigue enredándose en su talle mientras desciende los pequeños escalones que la conducen hasta el patio apoyada en el recio brazo de Luis Felipe de Orleáns, el joven Duque llegado desde Europa en compañía de sus hermanos y huésped ilustre de la familia.

Han sido cuatro breves meses de éxtasis infinito. En cada palabra, en cada roce, en cada paseo por el jardín, o en las tardes cuando bajo el reconfortante frescor de la sombrilla que Eulalia, la esclava de confianza de María sostiene junto a ambos, desandan la distancia hasta el pequeño puente de madera por el camino de Guanajay, o los viajes a La Matilde llegando hasta el corral de San Marcos, envueltos todos en la espesa nube de polvo levantada al paso de bestias y carruajes en ese traqueteo estremecedor a cada bache, y las risas, y el alborozo feliz del regreso.

Ahora la espera es un oficio interminable, tratando de adivinar en el viajero sudoroso al correo ansiado, la carta salvadora que mitigue los recuerdos. Todo ha quedado detenido una vez más en el tiempo y María, con su dorado oleaje de cabellos desandando los caprichos del viento, vuelve nuevamente a evocar el ayer. Pero la casa no es más que una breve insinuación registrada en medio de la tarde. Poco a poco me voy desperezando de este letargo donde el pasado regresa a mi memoria como una vieja película. La soledad, como dueña absoluta se instala a cada paso. Ya no está el espejo, ni María, ni las risas, ni el alboroto del verano corriendo a esconderse en cada resquicio. Ya no llega del jardín la fragancia mitigadora un tanto del ofensivo olor del guarapo recién hervido. Ahora estoy completamente solo en medio de tanta majestuosidad venida abajo, de tanto abandono inexorable. Toda aquella suntuosidad y opulencia ha quedado reducida a una mera ensoñación. Salgo al corredor y el húmedo ventarrón de la tarde me golpea en pleno rostro. Detrás van quedando siglos de historia o fantasía envueltos en el ropaje presuroso del silencio, roto sólo por el imperceptible crujido de la seda en su eterno ir y venir por la casona.

 

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