"Mis tardes con la condesa"

Por    José Lucas Rodríguez Alcorta

El mediodía penetró a empujones por el amplio ventanal abierto de par en par y corrió a instalarse en cada rincón bajo ese cotidiano disfraz del prisma multiplicado por vitrales y mamparas. Todo parece adormilado aún bajo el bochorno de la hora y el agradable frescor de la teja que remata en lo alto. La casona queda así, con una nota colorida colgando en el paisaje mientras la tarde se proyecta en su interior a través de la amplia puerta de doble hoja, o se enreda caprichosa a la balaustrada, maderamen adentro. María, frente al espejo del pequeño tocador, envuelta entre los vaporosos pliegues de su batón de seda, con apenas un perceptible y sensual movimiento de cabeza echó a andar hacia su espalda la cascada de cabellos que, desperdigándose, cayó avasalladoramente desde sus hombros. La delicada mano hurgó en el cofrecillo colocado  sobre el mueble y extrajo el finísimo pañuelo incrustado con aquellas tres iniciales que ahora tanto  significaban para ella y aspiró como tantas otras veces el exótico aroma de la tela para luego hacerla desaparecer tras el escote.